Siempre
empiezas por meterte en mi día, de la misma manera; reencontrando las esquinas
no atendidas, sorprendiendo a una estrella solitaria, arrancando la uva de la
carretilla, sosteniendo complicidades que vienen desde la vez que jugamos
desnudos mirando una revista que nos retaba. Pero tú y yo, lo sabíamos, solo
jugaríamos. Entonces te enseñe mis hombros, mis piernas, y aparecieron tus
senos, tu vientre perfecto, la curva de tu talle. Supimos, que podíamos confiar
en nosotros, y que tú y yo, lo sabemos, jugaríamos.
Te decía,
te metes, porque te encuentro adentro, cuando te encuentro. Estás dentro, solo
tengo que tenerte al frente para saber que estás allí, encima de mis hombros o
debajo de mis palmas, cuando acaricio tus cabellos, y beso tu frente. Siempre
es igual: estás...
Fue
sabueso, quien hizo que cambiáramos todo. Llegábamos a comer donde Isaías y
apareció. Entonces decidimos, apurados, ir a otra parte. Sabueso es bueno, tú
lo sabes, tanto como yo sé de Vanesa. No se imaginan. Sabueso llegó y no nos
vio y si nos hubiese visto tampoco pasaba nada, porque dos inocentes compañeros
lo invitarían a su mesa, daría recuerdos para Vanesa y después yo vería como
marcharías con él en doméstica camaradería. Pero esa noche no fue así. No,
después del cine en francés, de ese sabor en la boca, con las ganas de
hablarnos lo que nos hablamos, más aún cuando de pronto descubrimos un alto en
la noche, un globo de tiempo. Porque tú y yo estuvimos todo el tiempo allí, en
la pantalla del cine Canout, en donde trabajamos. Desde los primeros minutos
los dos supimos donde estábamos, quienes éramos. La música de acertijo. Luego,
los primeros planos de ese granítico abrazo, dos mármoles estrellados de brazos
asidos, una espalda, un fundido, entrelazados los brazos, gotas en el blanco y
negro que tanto, sabía yo, te gustaba. “Tú no has visto nada en Hiroshima...nada,
nada” entonces me clavas las uñas y me dices “Lo he visto todo, todo. El
Hospital por ejemplo” y es entonces cuando nos deslizamos en la historia, la
historia brutal y despiadada, el horror explicado con palabras que son tuyas,
de cómo mirabas a la gente en los museos, las noticias que seguiste porque ya
existías, “desde el primer día, desde el segundo día, desde el tercer día” y yo
te decía: “tú no has visto nada, nada...” pero explicabas el renacer vigoroso
de la vida desde las cenizas, y yo te decía: “te lo has inventado todo”. Me
apretaste la espalada para decirme que como en el amor existe ese espejismo:
“el espejismo de poder no olvidar nunca.”
Nos
cambio los planes de un lomo saltado que tan bien los hacía Isaias, por esos
fettuchines a lo Alfredo de las calles de las pizzas, y ese vino que encendió
tus mejillas además de lo que después ocurrió. Que, aunque, tú y yo sabíamos
que debía haber sido así, tan como tenía que ser, porque sabríamos que los dos
ya éramos cuatro. Ya éramos amantes. Sin embargo, el tiempo y el recuerdo te
lleva a ese amor imposible a este amor imposible, ya somos todos. Fue en
Ayacucho, él era de allí. Fuiste tan joven y él, tan soldado, fueron tan
amantes. Todo comenzaba, el mundo comenzaba. Contabas que en Nevers, y pensabas
en el Ayacucho de entonces, y ahora en Tripoli, en Gaza, Jarkov, en Abuya, en
mil sitios donde sigue ocurriendo, en las granjas, en las ruinas, en todas
partes. Se citaban como todos, en todas partes. Hasta que él murió, por todas
partes murió, sigue muriendo, nosotros seguimos viviendo, continuamos muriendo.
Empezamos a comprender por qué estamos aquí, y te siento respirar, respirar
aliviada porque ya viene la historia de tu locura, la loca historia de nuestra
locura que sigue allí repitiéndose en todas partes, aquí también. ¡Qué jóvenes
fuimos una vez
Y fue así
que cuando llegó el momento de levantarse de la mesa de la calle de las pizzas,
y tomarte de la mano para cruzar la calle, sentí tu presión discretísima, y no
me mirabas, y creías cruzar la calle, pero en verdad cruzabas por ese instante
de un beso mojado por la lluvia. Y me abriste la boca y tu vientre para que yo
cruzara contigo nuestra calle de no jugar. Porque esa noche, bien lo sabíamos
no jugaríamos. Por eso cuando Coco aparece y es un sabueso, volteamos en
redondo y entramos en la primera calle y echamos a correr, porque Coco es bueno
pero tú y yo, lo sabíamos, él estuvo allí, en la Embajada de Japón, entre los
que vivieron para recordar y no olvidar. Porque sabueso es bueno, pero tú sabes
que él te mira y se duele y tú no le mientes, como tampoco yo a Vanesa y a
nuestra manera somos felices. Solo que ahora por la fuerza de la costumbre, se
repite el recuerdo que son todos los recuerdos y ellos no están, pero están
mirando la pantalla diciéndose esto mismo, diciéndonos esto, para no olvidar.
Saborear el bocado mirando al otro, tocar mi aliento con tus dedos, encajar una
palabra a tu silencio y volver al tema eterno, estar dentro del otro, ser el
otro, mirar tu risa calma, los cabellos en desorden, el brillo de tus ojos en
la copa. Decirme, decirte, repetirte no olvidarte, olvidar como del amor mismo
y sentir el horror del olvido. Seguimos comprendiendo y reconociendo el
instante, el peligroso instante entre los millones instantes de nuestras vidas,
que hace posible reunirnos allí y saberse tan cerca de uno, confundido en el
otro. "Me matas... me sanas. ¿Quién eres?", "Defórmame a tu
imagen"
Por eso,
la ventana de este cuarto es la ventanilla de nuestra nave, en la que viajamos
hacía el amanecer y concedernos nombres que no se pueden olvidar en una vida,
en dos vidas, en tres vidas... Escuchar quedos, al incierto día de nuestra
siguiente vida.
©Marco A. Carranza Salas