martes

Condición líquida de las palabras

Escuchaba su respiración, el murmullo del teclado delatando su traición había cesado. El tiempo estaba congelado, todos en la sala lo sabíamos, pero hacíamos como que cada cual estuviera en sus respectivos rincones, dispersos a miles de kilómetros, con franjas horarias que anclan la rutina diaria, la siesta, el segundo café, el insomnio. Pero estaba ocurriendo más allá de nuestra ausencia presente, más acá de nuestra coincidencia en la virtual sala. No sabíamos cuanto tiempo había pasado (a lo mejor treinta segundos, pero… treinta segundos...) desde que había terminado de leer su confesión. Las palabras se le fueron derramando en una cascada imposible, las eses atropelladas, las erres que se soltaban retorcidas con el temblor de aquella renuncia inaudita. Agazapados en nuestros rincones confiábamos en la buena disposición de cada uno de nosotros para interceder en el momento oportuno, en una exculpa que le aliviara del peso que arrastraba con su canturreo de noches inconsistentes de falsos nombres, caretas y disfraces de papel arrugado. Se detenía como para depositar cada uno de sus diferentes trajes sobre la sala y mirarlo con cierto orgullo que su espíritu medieval le aguijoneaba desde adentro. Al siguiente de cada uno (de los trajes) contaba los detalles para él, más sutiles del engaño, del escenario tejido desde una pequeña libreta donde anotaba los puntos débiles a los que debía, en su momento, (afilaba la voz y podíamos mentalmente ver los ojos empequeñecidos por el placer) asestar el golpe que desarmara cualquier defensa. El tecleo que escuchábamos hacía soltar los trajes colgados en la sala, como muestras de caza debidamente disecadas para nuestra observación. La respiración del monstruo delataba por momentos lo fétido de sus entrañas y hacía que tuviéramos que pasarnos la mano por la nariz. Vimos desfilar muchos remedos, algunos desconocidos, otros, alguna vez visto y eran como cadáveres de alguna catástrofe dispuestos para su identificación. Posiblemente a cada uno de nosotros nos tocó identificar a más de uno y era como encontrarse de cara con el absurdo, con el accidente de carretera, con un atropello que deja únicamente el tiempo de respirar hondo y sentir flojas las piernas, entonces allí estaba desinflada de vida, arrugada en sus letras, la aparición voraz de nuestro amor que nos miraba sin ojos ya, sin aquel brillo que tanto impactó en nuestra cordura, cuando nuestra inocente entrega le hacía depositario de nuestra devoción.

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